lunes, 19 de mayo de 2014

Encadenados a la eternidad



Recuerdo con nitidez cada instante que ahora se esfuma entre mis dedos, abriendo las suturas de obsoletas heridas.
Sus ojos felinos, jaspeados de verde y rodeados de gris, oteaban el imponente ocaso, con la mirada extraviada en la inmensidad, como si pretendiese hallar en el cielo la respuesta a algún alegórico enigma.
Acostumbraba a enterrar su rostro bajo un océano de rizos color azabache.
Se que disfrutaba columpiándose. Únicamente lo hacia en soledad cuando nadie irrumpía contra su presencia. Aún puedo ver su expresión apesadumbrada, casi palparla.
Por aquél entonces conocía su presencia e intuía su personalidad, pero de forma errónea. Ella era única, no se parecía a nadie que hubiese conocido.
Siempre tan lustre, tan dispuesta a desvanecerse como fantasma cuando algún transeúnte se deslizaba en su espacio.
Yo, por el contrario, acaparaba el espacio vital de todos cuanto me rodeaban. Los niños jugaban mientras yo...bueno, yo imaginaba encontrarme en otro lugar mejor donde mi alma no se sintiese como una extraña en el lugar equivocado.
También, ocupaba el tiempo leyendo libros que requerían una capacidad propia de adultos.
Recuerdo que los profesores caminaban con pasos de plomo como almas errantes por el parvulario, sin mostrar demasiado interés por “asuntos de críos” como ellos los consideraban.
Aquél día la lluvia parecía imantada por el edificio, y resbalaba por sus estructuras, como si el cielo hubiera presagiado lo que estaba por suceder, recreando un triste escenario.
Un tumulto de niños, que aclamaban con vítores y provocaciones, colapsaban una de las esquinas del patio infantil. Como monstruos de pesadilla, sus rostros espectrales retozaban con su víctima conjeturando pantomimas amenazantes.
Sus ojos se mantenían firmes, sin embargo, yo atisbé en ellos un amago de incipientes lágrimas.
Cerré el libro y me abrí paso entre la multitud, mientras todos se apartaban como si yo fuese el mismísimo Belcebú.
Ella no parecía ser consciente de cual era la fuente que provocó que todos aquellos infames y pequeños demonios se retirasen.
Tan solo se dejó caer de rodillas con el rostro latente entre sus delicadas manos que se inundaban del amargo rocío de sus ojos.
Desde entonces la ayudé muchas veces más.
Solíamos ocupar el tiempo posterior a las clases sentados en los columpios colindantes al colegio.
La primera vez que nos reunimos allí yo la pregunté inquisitivo si sentía miedo hacia a mí, ella que nunca había sido proclive a corresponder mis miradas, lo hizo por vez primera con su expresión circunspecta. Me respondió que <<no>> con severidad. Yo la confesé que todos me temían y nunca nadie había deseado tenerme como compañero de juego.I ncluso a mi madre parecía causarle pavor. No recordaba haber recibido ningún afecto maternal. Solía decirme que mi mirada parecía inescrutable y fría, más comparable a la de un adulto que a alguien de mi edad.
Pero todo cambió cuando la conocí a ella.
Eramos dos lobos solitarios, rechazados por la sociedad. Yo la enseñaba cosas que había leído en los libros, y no tardé en ser consciente de su inteligencia y su personal, mágica e inusual forma de entender el mundo que me cautivó a medida que nuestras mentes se devoraban a sueños como lo haría una torva marea con un barco perdido.
Ambos teníamos una gran capacidad para inventar historias y fusionarnos en ellas.
Parecíamos imparables en nuestros sueños.
Pero el invierno los devoró y congeló nuestros corazones. Fue un día entre las últimas luces que iban a morir en la puesta de sol. La noche era nebulosa y el teléfono sonó. Al escuchar el mensaje sentí que mi corazón se detenía lentamente a cada pulso.
Todo lo que abarco a recordar era el parpadeo de luces y la estridente sirena de la ambulancia. Inspiraba oxígeno gélido que se sentía como ácido sobre mis pulmones. Corría.
El recorrido de siluetas blancas que iban de un lado para otro cuando penetré en aquél infierno de paredes níveas, parecía aturdir mi visión que se enturbiaba por momentos. Mi conciencia amenazaba con desfallecer en cualquier instante. Antes de permitirlo solventé mi pacto con los médicos, no sin antes despedirme de ella con un beso eterno en sus labios.
Mis párpados se clausuraron como flor marchita.<<Para siempre>> susurré.
Donde mi vida se consumió la suya afloró.
Sus alas se desplegaron.
Se que sus lágrimas brotaron cuando la noticia llego a sus oídos. Mi corazón, ahora estaba en su pecho y ella vivía.




Hikari, yo siempre te amaré.

domingo, 4 de mayo de 2014

Diálogo interno.

-Buscar entre los pliegues de la imaginación ya no parece ser suficiente. Necesito sentir mis pies lejos del suelo, de verdad. Necesito dejar de ser humana. Necesito una plena libertad. Quiero ser algo que merezca la pena; desprenderme de esta piel, de este afán de realización que nunca es, morir en un sepulcro de seda para convertirme en algo que será más de lo que soy.
Deseo volar con mis propias alas a hermosos bosques, embriagarme de una soledad sin culpa, exenta de cadenas, de vinculaciones clandestinas. Cerrar mis párpados en un broche ocular y escuchar cada sonido de la naturaleza, sin ninguna necesidad vital.
Necesito arrojar mis recuerdos de humana, ninguna amargura en recuerdos, ninguna lágrima del deshielo.