Recuerdo
con nitidez cada instante que ahora se esfuma entre mis dedos,
abriendo las suturas de obsoletas heridas.
Sus
ojos felinos, jaspeados de verde y rodeados de gris, oteaban el
imponente ocaso, con la mirada extraviada en la inmensidad, como si
pretendiese hallar en el cielo la respuesta a algún alegórico
enigma.
Acostumbraba
a enterrar su rostro bajo un océano de rizos color azabache.
Se
que disfrutaba columpiándose. Únicamente lo hacia en soledad cuando
nadie irrumpía contra su presencia. Aún puedo ver su expresión
apesadumbrada, casi palparla.
Por
aquél entonces conocía su presencia e intuía su personalidad, pero
de forma errónea. Ella era única, no se parecía a nadie que
hubiese conocido.
Siempre
tan lustre, tan dispuesta a desvanecerse como fantasma cuando algún
transeúnte se deslizaba en su espacio.
Yo,
por el contrario, acaparaba el espacio vital de todos cuanto me
rodeaban. Los niños jugaban mientras yo...bueno, yo imaginaba
encontrarme en otro lugar mejor donde mi alma no se sintiese como una
extraña en el lugar equivocado.
También,
ocupaba el tiempo leyendo libros que requerían una capacidad propia
de adultos.
Recuerdo
que los profesores caminaban con pasos de plomo como almas errantes
por el parvulario, sin mostrar demasiado interés por “asuntos de
críos” como ellos los consideraban.
Aquél
día la lluvia parecía imantada por el edificio, y resbalaba por sus
estructuras, como si el cielo hubiera presagiado lo que estaba por
suceder, recreando un triste escenario.
Un
tumulto de niños, que aclamaban con vítores y provocaciones,
colapsaban una de las esquinas del patio infantil. Como monstruos de
pesadilla, sus rostros espectrales retozaban con su víctima
conjeturando pantomimas amenazantes.
Sus
ojos se mantenían firmes, sin embargo, yo atisbé en ellos un amago
de incipientes lágrimas.
Cerré
el libro y me abrí paso entre la multitud, mientras todos se
apartaban como si yo fuese el mismísimo Belcebú.
Ella
no parecía ser consciente de cual era la fuente que provocó que
todos aquellos infames y pequeños demonios se retirasen.
Tan
solo se dejó caer de rodillas con el rostro latente entre sus
delicadas manos que se inundaban del amargo rocío de sus ojos.
Desde
entonces la ayudé muchas veces más.
Solíamos
ocupar el tiempo posterior a las clases sentados en los columpios
colindantes al colegio.
La
primera vez que nos reunimos allí yo la pregunté inquisitivo si
sentía miedo hacia a mí, ella que nunca había sido proclive a
corresponder mis miradas, lo hizo por vez primera con su expresión
circunspecta. Me respondió que <<no>> con severidad. Yo
la confesé que todos me temían y nunca nadie había deseado tenerme
como compañero de juego.I ncluso a mi madre parecía causarle pavor.
No recordaba haber recibido ningún afecto maternal. Solía decirme
que mi mirada parecía inescrutable y fría, más comparable a la de
un adulto que a alguien de mi edad.
Pero
todo cambió cuando la conocí a ella.
Eramos
dos lobos solitarios, rechazados por la sociedad. Yo la enseñaba
cosas que había leído en los libros, y no tardé en ser consciente
de su inteligencia y su personal, mágica e inusual forma de entender
el mundo que me cautivó a medida que nuestras mentes se devoraban a
sueños como lo haría una torva marea con un barco perdido.
Ambos
teníamos una gran capacidad para inventar historias y fusionarnos en
ellas.
Parecíamos
imparables en nuestros sueños.
Pero
el invierno los devoró y congeló nuestros corazones. Fue un día
entre las últimas luces que iban a morir en la puesta de sol. La
noche era nebulosa y el teléfono sonó. Al escuchar el mensaje sentí
que mi corazón se detenía lentamente a cada pulso.
Todo
lo que abarco a recordar era el parpadeo de luces y la estridente
sirena de la ambulancia. Inspiraba oxígeno gélido que se sentía
como ácido sobre mis pulmones. Corría.
El
recorrido de siluetas blancas que iban de un lado para otro cuando
penetré en aquél infierno de paredes níveas, parecía aturdir mi
visión que se enturbiaba por momentos. Mi conciencia amenazaba con
desfallecer en cualquier instante. Antes de permitirlo solventé mi
pacto con los médicos, no sin antes despedirme de ella con un beso
eterno en sus labios.
Mis
párpados se clausuraron como flor marchita.<<Para siempre>>
susurré.
Donde
mi vida se consumió la suya afloró.
Sus
alas se desplegaron.
Se
que sus lágrimas brotaron cuando la noticia llego a sus oídos. Mi
corazón, ahora estaba en su pecho y ella vivía.
Hikari,
yo siempre te amaré.