He perdido el juicio en el coliseo de
la vida tirando de una cuerda por encima de mi fuerza. Lanzando otra
cuerda tirando a dar a estrellas destinadas a apagarse a corto plazo,
por el hecho de que su efímero resplandor me embelesa, me
intensifica.
Pero no puedo evitar ser absorbida por
ese vacío que se dilata cuando las estrellas van marchitándose, y yo me niego a dejar de mirarlas aferrándome a una luz de la que nunca
tengo suficiente.
Estoy ciega por no querer dejar de
mirarlas.
Suelto la cuerda. Descubro que sigo sin
saber quién soy.
Todo sería más sencillo si solo fuese
una luz. ¿Qué ocurriría si comenzarse a ser? Otra luz más, sin
distinción, sin dolor. Empapándome de mi vida, iluminando con un
círculo cada vez más grande un mundo donde la tristeza tiene
habitación libre cerca de toda estación; donde las sonrisas no se
atreven a asomar por no encontrar motivos para dar un simple paseo;
donde las guerras intentan recordar el porqué de su existencia cada
vez que una vida se derrama sobre la tierra, una Tierra que nos da la
vida, que muere, indefensa, como un niño que no comprende por que su
padre le tiñe de morado la piel cada noche.
Cada vez que mi rabia rodea este mundo
para cambiarlo, ésta, rebota contra mí.